Corcovado. La Sirena


Las esferas de Sierpes. Parque Nacional de corcovado. Estación La Sirena. 

No página, si no capítulo aparte merecería nuestra estancia de cuatro noches, 3 días en esta región de Costa Rica. Única, sorprendente, espectacular, maravillosa. Es un lujo disfrutar de ella y del que nadie que visitara Costa Rica debería prescindir. Sumergirse más o menos en ella, depende de las posibilidades y limitaciones de cada uno, por características de personalidad, por edad, o por resistencia. Pero hay que sentirla.

Hacía Bahía Drake. Las esferas. (25 de noviembre)

Nos levantamos, sin prisa, pero sin pausa, desayunamos solos disfrutando de la tranquilidad del lugar para poner rumbo a Sierpes pero tenemos previsto realizar una breve parada en nuestro camino para ver las esferas de piedra  además de llenar el depósito  de gasoil para dejar el coche  igual que lo cogimos.

Tras cruzar un caudaloso río, dejamos lo que parece ser la carretera principal para circular por una secundaria con un curioso trazado en zig-zag en función de las lindes de las fincas. Hay rectas que terminan formando ángulos de 90 grados. 

Una única señal vertical con una M (dedujimos que de museo) puesta en la carretera nos indica un camino que sale a nuestra izquierda  y que finalmente nos llevará al sitio arqueológico. Una vez allí encontramos un solo edificio, nuevo, en medio de la nada. No hay aparcamientos así que dejamos nuestro transporte a un lado de este camino. A las 9 ya  pagamos 7 dólares y accedemos. Tienen un audiovisual que no vemos ya que la visita completa dura 45 minutos y tenemos que llegar a las 11 a embarcar a Sierpe y antes, llenar el depósito.

La curiosidad de este sitio está en el hallazgo de unas esferas perfectas de piedra. Estos curiosos y extraños restos arqueológicos son uno de los pocos vestigios de una civilización antigua que habitó en el delta del río Diquis en la confluencia del río Sierpe y el río grande de Terraba. Se han encontrado cientos de estas esferas en varios terrenos de esta área, desde enormes esferas de varios metros hasta algunas de solo unos pocos centímetros. Hoy se encuentran muchas de ellas en embajadas de todo el mundo y en colecciones privadas.


La precisión con que fueron realizadas, con un grado de esfericidad incluso mejor que el que podemos conseguir hoy en día con nuestra tecnología, llevaron a la Unesco en 2014 a declarar el lugar como Patrimonio de la Humanidad, para protegerlo y poder estudiarlo mejor.  Es un lugar interesante y curioso.

Encontramos la primera esfera en su lugar original y según nos dicen, paralela a ella hay  otra que está enterrada. Junto a ella nuestra atención se centra durante unos segundos en los carriles metálicos mecanizados que hay fuera y que sirven para que los racimos de plátanos sean trasladados del árbol al lugar de carga.


Luego alcanzamos un campo donde encontramos varias que parece ser que se alinean con el solsticio y al final, en otro lugar apartado, llegamos a una zona donde hay varias esferas de distintos tamaños pero que han sido llevadas allí. Muy recomendable la visita e interesante, aunque haría falta mejorar los accesos al lugar arqueológico y los caminos que unen los distintos emplazamientos.






Ya en el coche, nos vimos forzados a regresar al gran río que cruzamos antes, a unos 10 kilómetros de este sitio arqueológico,  donde llenamos el depósito dirigiéndonos ya a Sierpe, a entregar el vehículo y tomar la lancha que por manglares nos llevaría a Bahía Drake. Lugo supimos  que en el mismo Sierpe un camión con bombonas vendía gasolina, así que en el peor de los casos podríamos haber “repostado” allí.

Y llegamos a Sierpe, al embarcadero a las 10,30, una hora antes del horario de salida de las barcas hacia Bahía Drake pero ya encontramos a una persona encargada de recoger nuestro vehículo. Nos preguntan por el nombre de nuestro hotel en Bahía Drake y deduzco que las distintas barcas se organizan por hoteles y van llamando y embarcando turistas. Y una cosa que hemos observado es que todos colaboran; no existe lo de “eso, o ese turista no es asunto mío” todos los viajeros parecemos  ser asunto de todos.




Mientras esperábamos nuestro transporte disfrutamos de más vida animal: loritos y otra iguana.










A las 11,30 nos recoge una lancha  para unimos al resto de los pasajeros  y partir rumbo a Bahía Drake. 

Descendemos el río Sierpes a toda velocidad entre manglares que vamos dejando a ambas orillas hasta salir luego al océano y discurrir paralelos a la costa que vamos dejando a nuestra izquierda. Después de una hora llegamos a la bahía. Unas cuantas casas desperdigadas rompen el verdor del paisaje que vemos frente a nosotros.








Nos vamos acercando despacio a la playa donde desembarcamos con el agua en las rodillas para lo cual ya nos habíamos puesto nuestros escarpines que se convertirían a partir de entonces casi en nuestra segunda piel. 

Ya en la playa nos vuelven a preguntar por los nombres de nuestros hoteles. Una persona del nuestro, el Sunset lodge, está allí y carga nuestras maletas en un 4x4. 






Circulamos por una pista de tierra con casas y negocios a ambos lados y muchos hoteles. Descendemos una cuestecilla y comienza un pronunciado ascenso. Casi arriba del todo nos espera otra persona que nos ayuda con las maletas y seguimos ascendiendo.
















El lugar es encantador. Está en lo alto de una loma y son 3 o 4 cabañas de madera individuales desperdigadas entre la vegetación con un porche abierto al pacífico y con unas bonitas vistas. 

Corre una agradable brisa y en todo nuestro viaje, sería la primera vez que podríamos cenar fuera ya que la temperatura incluso a esta hora era muy agradable.






En el  interior de esta habitación, al igual que en el Aninga de tortuguero, ventanales en tres de la cuatro paredes. Estos grandes ventanales carecen de cristal. Tan solo mosquiteras y cortinas que yo voy abriendo para que entre más luz. La cuarta pared es la de acceso al baño y se cierra desde la propia habitación. Cuando entro en él comprendo el motivo y es que aquí el tercio superior tiene grandes aberturas sin mosquiteras lo que puede permitir el paso de cualquier animal que quepa. Las tablas del suelo no están perfectamente ensambladas por lo que hay pequeñas hendiduras que sirven para evacuar el agua de la ducha que se cierra con una cortina.











Y esta cabaña era grande, para 6 personas. Pregunté si había algún bichejo por aquí. Unicamente unas hormigas “limpiadoras”. Supuse que-visto el baño- no había sido la primera  persona que había preguntado por la posibilidad de algún visitante no invitado.




Bajamos  a la recepción donde nos cuentan un poco, nos muestran la playa que está a escasos metros y la desembocadura de un río donde nos dicen que suele haber un pequeño cocodrilo de un metro y medio. Ante nuestra sorpresa nos dice que hasta la fecha no ha hecho nada a nadie y que del tamaño, la mitad es cola, así que es un “lagarto” de 75 cm. Pero no  nos quedamos muy  convencidos. La verdad es que durante nuestra estancia no llegamos a verlo. No me hubiera importado, pero no hubiera compartido mi baño con él pese a habernos dicho que para los cocodrilos de este tamaño nosotros no somos presa. Sí en cambio, los perros pequeños. Pero, por un “por si acaso”.

Es curioso, pero cuando llegué a este país era consciente de que entraba en un inmenso parque, el más grande del mundo y que la mayoría de los animales, sobre todo reptiles, anfibios e insectos, eran venenosos, pero según han ido transcurriendo los días me he ido adaptando, quizás porque he visto que la gente convive con este entorno con la mayor naturalidad del mundo  así que he dejado de pensar en ello y mientras que no me salga de un sendero no presto atención a donde pongo o dejo de poner un pie, cosa que antes sí me causaba cierta preocupación.

Salimos a  comer y a dar un pequeño paseo por lo que parece ser la mayor calle  de Bahía Drake. Nos acercamos  a Drake Diving para concretar la excursión de snorkelling que previsiblemente haríamos a la Isla del Caño el día siguiente de volver de La Sirena. Y es que Surcos nos recomendaba otra pero teníamos que abonar su importe con antelación. Yo prefería hacerlo sobre la marcha, sobre todo teniendo el antecedente de Cahuita,  así que Diana nos recomendó este sitio. Allí mantenemos una agradable charla con Carlos, su dueño, un catalán afincado allí desde hace años y del que obtenemos más información del país acordando regresar  el día de antes de la excursión, cuando regresáramos de la Sirena, para concretarlo. 

De regreso descendemos la cuestecita, y nos quedamos en el restaurante después de las famosas “Cabinas Manolo”, donde, como casi siempre, comemos bien y regresamos a preparar todo para pasar el día y medio en la estación biológica de La Sirena.

En una tienda nos habíamos abastecido de algo de comer por lo que por la noche decidimos hacernos un sanwich que nos tomaríamos en nuestro porche disfrutando de una deliciosa noche. 

Y es que desde que comenzó nuestro periplo llegábamos a estas horas siempre muy cansados. Habían transcurrido ya 12 horas desde que nos poníamos en pie y sin parar, así que nos habíamos acostumbrado a una cena frugal perdonando una en mejores condiciones por ahorrarnos ya el esfuerzo de salir, y en este caso se sumaba el pensar en el costo de tener casi que escalar de nuevo hasta aquí arriba. Así que no dudamos mucho en qué hacer.

Y me puse ya en contacto telefónico con Carlos, el que será nuestro guía en La Sirena, quien nos dió instrucciones para mañana.  Al parecer los guías han de acompañar a los viajeros desde el inicio del viaje. Quedamos a las 5,50 en la playa.

Lo tenemos que dejar todo preparado, bien preparado y pensado. Cogemos lo que consideramos estrictamente necesario que ponemos en las dos mochilas grandes con ruedas  e introducimos dentro las otras dos pequeñas que nos servirían para llevar lo necesario mientras que caminamos por los senderos del parque.

Y una vez arreglado todo, a la cama.

Comienza la aventura. La Sirena(26  y 27 de noviembre)

Durante toda la noche no deja de llover y no precisamente pelo de gato, más bien jarreó. Tanto es así que decido ir hasta la playa directamente con los escarpines y guardar las botas en una bolsa de plástico colgando de la misma mochila.

Aún de noche, bajamos iluminándonos con una linterna hasta el restaurante donde nos preparan nuestro desayuno elegido, el americano, bastante “contundente” y partimos hacia la playa. Pero Carlos no llega. Sabía que venía desde Puerto Jimenez y también que había ríos que pasar y si con la lluvia nocturna habían crecido, no sabía cómo se las iba a apañar para llegar, es más, llegué a dudar de que pudiera, pero a las 6,15 apareció calado hasta los huesos y calzado con unas botas de pocero que no se separarían de él.   Nos dice que ha tenido que atravesar los ríos con la  moto en brazos para poder llegar.

Ya hay varios botes en la playa que van cargando pasajeros con sus guías respectivos. Subimos y nos dan instrucciones…en perfecto inglés, y eso es todo. Yo me enfado y lo pido en español ya que a bordo vamos varios compatriotas. Una chica catalana perteneciente a un grupo de  5 jóvenes con los que coincidiríamos en algún sendero que otro del parque se vuelve y me dice que lo importante es que nos entendamos. ¡Estos chicos que dan por hecho que todos hablamos inglés! Ignoran que procedemos de una generación donde  lo habitual era estudiar francés y no inglés por lo que muchos de mi edad, con esfuerzo nos defendemos en ese endiablado idioma. Y me molesta especialmente porque estamos en un país de habla hispana donde toda la población se esfuerza en hablar inglés, pero si nosotros, los de habla hispana, viajamos a otros países donde el idioma no es el nuestro es muy infrecuente que nos hablen en nuestro idioma.

Con nuestros chalecos puestos vamos dejando atrás la bahía a gran velocidad,  y saltando olas navegamos paralelos a la costa que discurre a nuestra izquierda. Al principio vemos algunas construcciones aisladas, pero luego desaparece cualquier signo de civilización.

Nos adentramos en la zona más salvaje del país, un bosque virgen donde se describen al menos trece diferentes clases de vegetación que incluyen manglares, pantanos y bosques pantanosos, lo que hace de este parque el sueño de cualquier botánico.

Tras una hora de recorrido  la proa de nuestro bote gira hacia la línea de la costa. Desembarcamos con el agua por las rodillas y nos quedamos en medio de la más absoluta nada. Durante esta hora que ha durado la navegación no hemos visto ningún rastro de civilización

Nuestro guía, Carlos, se mueve rápidamente y dejamos la playa atrás para  caminar por una amplia franja verde que es una pista de aterrizaje y con los pies prácticamente cubiertos por el agua. 



Aquí aterrizaban avionetas y a mi pregunta de si en la estación guardaban antídotos de venenos para posibles mordeduras, me dijo que no, que ha de administrarla personal sanitario por lo que si se daba el caso,  una avioneta en diez o quince minutos tomaría tierra en esta pista.  Mejor, no pensar demasiado.
A nuestra izquierda Carlos nos muestra lo que sería nuestro primer mono araña subido en la copa de un árbol.

Corcovado es considerado por muchos como la "joya de la corona" de los parques nacionales costarricenses.  Es uno de los lugares más intensos del planeta. 

Este Parque se creó en 1975 para proteger esta  región de los buscadores de oro. Debido a su aislamiento era difícil acceder por lo que se  ha tocado muy poco. Es exótico y exuberante albergando trece ecosistemas principales que van desde manglares pantanosos y arboledas de palma jolillo hasta pantanos herbáceos de agua fresca y bosques lluviosos de tierra baja.

Pero Corcovado es una selva, en todo el sentido literal de la palabra así que cuando se decide ir, se hace con todo lo que supone caminar por un sitio así. Aunque, tengo que confesar, que pese a que iba preparada, me sorprendió, fue mucho más …es difícil un calificativo que lo englobe todo, quizás el de “intenso” lo consiga. Hay que afrontarlo con la mente muy abierta y con una confianza ciega en el guía.  

En el parque hay cuatro estaciones biológicas de guardabosques, estratégicamente ubicadas una de otras. La Sirena es una de ellas y es en la única donde es posible hacer noche.

Seguimos caminando prácticamente solos y comenzamos a vislumbrar unos edificios al fondo que conforman la estación biológica. Se trata de unas construcciones de madera elevados casi un metro sobre el suelo. Los distintos edificios están unidos por pasarelas. En las escaleras  de acceso  nos obligan a dejar el calzado y por todos los edificios caminamos descalzos. Nos dirigimos a un cuarto donde Carlos busca un cartel con su nombre. Allí sacamos las mochilas pequeñas de las grandes e introdujimos lo que creemos que podamos necesitar durante nuestra caminata además de agua. Nos preparamos para nuestra primera salida al parque y llueve. Yo aún no he asimilado aún donde me encuentro y miro a mi alrededor abrumada por todo lo que me rodea

El parque  conserva el bosque primario más grande del pacífico americano, junto con uno de los pocos remanentes de tamaño considerable de bosque tropical húmedo en el mundo. 













Abarca más de 41.000 hectáreas teniendo la mayor biodiversidad del mundo,  protegiendo más de 140 especies de mamíferos, 400 especies de aves, 20 de las cuales son endémicas, 116 especies de reptiles y anfibios, 40 especies de peces y por lo menos 500 especies de árboles. Es hogar de la rara Ardilla Mico Harbor y del Águila Feliz. El Parque Corcovado es también un gran lugar para observar el venenoso sapo flecha, gatos salvajes indígenas, cocodrilos, pumas y jaguares lo mismo que cuatro especies de tortugas marinas, las tres especies de monos que habitan el país, el tapir, el mayor mamífero de centro y sur Americano, el oso hormiguero, armadillos, entre otras especies.

Decido calzarme de nuevo con los escarpines dada la humedad, bueno, más que humedad era todo un puro charco, y nos internamos en el bosque. 

Comenzamos a ver aves como tucanes, pavos y pavas que descaradamente pasean a escasos metros de nosotros  y un maravilloso trogón, un ave pequeña de espectaculares colores, pero la lluvia nos impide ver cualquier otro animal ya que ellos se protegen de ella al igual que nosotros.  









En alguna ocasión Carlos se detiene y mira detenidamente alrededor. Parece pensativo. Nos explica que observa el entorno analizando todas las variables que le puedan dar alguna pista de donde se encontraría el animal que trata de localizar: hora del día, clima, comida…. Pero la lluvia no se lo 
facilita.

Y sinceramente, aún no sé cómo consigue orientarse. A mi todo me parece igual. Caminamos por un laberinto de senderos completamente rodeados de una espesa vegetación y si hiciera sol, dudo de que algún rayo llegara a tocar el suelo. 


De vez en cuando nos avisa de la peligrosidad de algún árbol cuyo tronco aparece completamente forrado de unas finas y largas espinas de unos 6 centímetros de largo. Hace bien en avisaros para huir de la tentación de apoyarnos en él. 

Nos muestra el curioso árbol denominado “indio desnudo” cuyo tronco se va pelando lo que impide que puedan crecer en él plantas parásitas. En el suelo aparecen esparcidos grandes trozos de una fina corteza de color dorado oscuro.








A las 11 regresamos a la estación a comer unos burritos. Disciplinadamente todos hacemos cola a la puerta del edificio del restaurante y vamos pasando en grupos de 10 en 10 sirviéndonos en el buffet libre.

 Tras nuestra comida seguimos a un empleado hacia la zona de las literas para que nos muestre las que nos han asignado. Hay dos edificios con unas 30 literas cada uno y guías y “guiados” dormiremos juntos. 

Nosotros tenemos mucha suerte ya que nos han asignado una litera que hace esquina con lo cual tenemos el bosque por dos de los cuatro lados. 

A parte de más bonito, mucho más tranquilo. La litera de Carlos está al otro extremo pero en el mismo edificio. Están perfectamente alineadas cerradas perfectamente con mosquiteras. Un pasillo dirige a los baños y duchas que están equidistantes de los dos edificios de literas.
Tras dejar nuestras cosas en nuestras respectivas camas y sobre las 13 horas partimos de nuevo hacia el bosque. Y estuvimos cerca de cuatro horas caminando al principio a un ritmo trepidante. Buscábamos el tapir, la joya del parque, y había que apartarse del resto de los grupos así que la mejor manera era ir a muy buen paso que soportamos estoicamente.




En nuestro camino topamos con un enorme río  del tamaño de la Gran Vía madrileña, que debemos cruzar. No sabíamos cuánto cubría, pero comprobamos que por la rodilla. 


Carlos nos avisa de que hay un cocodrilo y ante nuestras caras de sorpresa o quizás de susto, nos dice que es pequeño, que no debe causarnos la más leve preocupación. Nos damos la mano y agarrados atravesamos el río. Yo le veo tan seguro, que ni me planteo que pueda ser peligroso. Una vez más, afirma lo que ya nos habían dicho: que nosotros por nuestro tamaño, no somos presa para estos pequeños cocodrilos. Que a veces hay alguno de cuatro metros, y estos sí que son preocupantes.  

Atravesamos el río sin mayores problemas y nos dice que a la vuelta la marea habrá bajado. Y continuamos nuestra caminata a buen paso. Yo, ya desde Monteverde, no me planteo si puedo o no pisar algún bicho venenoso. De nuevo, repito, confío en mi guía y  por donde él me lleve, estará bien.

Y llegamos a donde se encontraba el tapir. Al principio no lo veo y luego ya vislumbro entre la vegetación un mamífero de color negruzco y del tamaño de un ternero tumbado plácidamente. Consigo distinguir claramente  uno de sus ojos. A escasos 3 metros no deja de observarnos pero permanece tranquilo. Junto a nosotros hay otra pareja alemana con su guía. Lo disfrutamos en silencio, lo fotografiamos, nos empapamos de su imagen e iniciamos el regreso.

Y llegamos de nuevo al río, pero, ¡ahora había crecido!. Carlos reconoce su error atribuible a que se acababa de incorporar de sus vacaciones y hoy era su primer día. Nos dice que esperemos a la pareja alemana para pasarlo juntos los seis y bromeando dice que así el cocodrilo podrá elegir si quiere zamparse a españoles, ticos o alemanes.  

Una vez que llegan observo como la joven se recoge la tela sobrante de su pantalón corto alrededor la ropa interior y me digo a mi misma: “¡joooodeeeerrrrr!” pero sin tiempo para pensar nos introducimos en el río con el agua rozando nuestros glúteos hasta llegar al otro lado.

Una vez allí nos sentamos a descansar mientras que los guías  se quitan sus botas de pocero sacando el agua de ellas y escurriendo los calcetines. La pareja alemana lleva unas playeras normales de tela que ya, ni se quitan. Se ha convertido en su calzado para todo, igual que nuestros escarpines de 3 euros. Y es que yo creo que no hay goretex que sea capaz de soportar esto. Caminamos casi siempre en contacto con el agua y la humedad que nos rodea es de casi el 100% lo que sumado a la temperatura,  hace que sudemos profusamente.

Mientras que nos recomponemos después de cruzar el río llega el siguiente grupo, el de los cinco españoles. Y en poco tiempo el nivel del agua había subido así que a ellos les toca el agua casi por la cintura y ya han decidido hacerlo en ropa interior. Yo, que les tomo fotos desde mi posición cómoda, hago  una broma  y uno de ellos comenta que “alguna, mataría por su foto así”.

Su guía dice que hace unos días el agua les llegó por el pecho y tuvieron que pasar con las mochilas sobre sus cabezas. Carlos comenta como anécdota que en una de sus incursiones por el parque, al regresar con una pareja española al que les hizo saber lo del pequeño cocodrilo, se negaron a pasar ante lo que él les dijo que había únicamente dos alternativas: o cruzar  o hacer noche allí mismo,  y ésta última no parecía factible, así que atravesaron el río sin mayores incidentes.  Como esto parece ser habitual, nos dicen que han pedido varias veces que se haga un puente, pero que no parece que tengan intención de ello. Según intercambiamos opiniones relajadamente el guía del grupo de españoles nos hace saber que acababa de entrar un tiburón toro del mar al río. Ninguno le damos importancia. Ya, ¡qué más dá!.

Tras este breve inciso retomamos nuestro camino. La lluvia ha cesado y ha sido sustituida por el sol. La humedad es muy elevada  lo que hace que la atmósfera resulte algo agobiante aunque afortunadamente estamos protegidos  del sol por la sombra de la densa vegetación de la selva.

Un compañero le dice a Carlos que hay un tapir en una lagunilla. Así que no lo duda y vamos hacia allá. Pero está junto a la playa  por lo que tenemos que caminar por la arena sorteando las olas que la azotan y pasamos calculando su retirada, ya que son fuertecillas.   Carlos  muestra siempre mucha seguridad y toma decisiones rápidamente  lo que hace que nos sintamos muy cómodos y protegidos por él.

Y llegamos allí y tenemos otro de los momentos mágicos del viaje: solo vemos su gran cabeza emergiendo del agua. Estamos a 5 o 6 metros de él y nos observa con curiosidad. Nosotros ni nos movemos, ni nos atrevemos a hacer ningún ruido, para no asustarle y para no romper la magia de estos momentos.  Solo tomamos fotos hasta que de pronto, sin saber por qué, sale corriendo del agua y se pierde en la espesa vegetación.

Ahora ya tranquilos continuamos nuestra caminata  durante la cual pudimos ver monos capuchinos, titis, cochinos, pizotes, un agutí.

Y  en un momento determinado nos quedamos maravillados ante la silueta de que sería otra de las imágenes imborrables de nuestro viaje: la  de un oso hormiguero “trajinando”, encaramado casi en la copa de un árbol.  Nunca los hubiera buscado allí, no sé por qué mi ignorancia me hacía pensar que estarían principalmente por el suelo, pero allí estaba, en lo alto metiendo sus manos en un hormiguero y comiendo.  El objetivo del telescopio nos lo acerca pero desde lejos podemos distinguir sus colores, pardo y amarillento, así como su inconfundible hocico. Carlos nos dijo que no destruyen los hormigueros, comen y que vuelven a los quince días.

Y seguimos  moviéndonos en medio de una espesa masa verde donde a mí, todo me parecía igual. Y a lo lejos, de entre todos los sonidos que pueblan esta selva, destacaban los insistentes aullidos de los monos aulladores. Carlos dice que eso lo hacen cuando había algún felino cerca y en un momento determinado nos dice que le esperemos allí  y se marcha  a investigar.
 
Y nos quedamos  solos en medio …de la más absoluta nada. Y yo, me voy sobrecogiendo según pasa el tiempo. Sigo oyendo los aullidos de los monos y miro a mi alrededor. No veo nada más que vegetación espesa. Me siento desamparada sin él y pienso ¿y si comete un error y le ataca un puma o un jaguar? ¿qué hacemos nosotros?. ¡vaya! No pensé en él, sino en nosotros, en que no seríamos capaces de sobrevivir allí, en que ni siquiera sabía dónde estábamos, y aunque lo hubiera sabido, tampoco serviría de nada. Únicamente  se me ocurriría ir a la playa que creía que estaba hacia el Oeste, pero ¿y dónde estaba el Norte?.
Y allí permanecimos los dos, como pasmarotes desangelados, desprotegidos, desorientados y todos los “des” que se pudieran sentir, hasta que en silencio apareció de nuevo de entre la nada. Es curioso la seguridad que puede transmitir y es que Carlos en todo momento estuvo seguro de  todo, completamente de todo, de donde ir, como, cuando, por dónde,…no dudó en ninguna de sus decisiones que tomaba rápidamente, sabía lo que hacía en todo momento y parecía saber lo que había alrededor aunque nosotros no lo viéramos. Iba  cuidando de nosotros, avisándonos de los posibles peligros. Conocía todo lo que nos rodeaba. Caminaba seguro, calzado con sus botas de pocero y con el telescopio al hombro, oteando, vigilando, buscando y cuando creía ver algo, rápidamente posaba su telescopio en el suelo y en pocos segundos tenía enfocado el animalito en cuestión.






Y en un momento determinado se quedó pensativo hasta confesarnos sus reflexiones. Nos dijo que solo había faltado del parque un mes y que había observado alguna variación significativa en la línea de la costa que parecía estar más cerca de la vegetación. Para haber transcurrido tan poco tiempo eso era muy alarmante. ¿quizás el cambio climático? ¿quizás estas zonas son más sensibles a estas variaciones? Carlos comentó algo de que en realidad en la estación de guardabosques deberían recoger este tipo de información que a su juicio, y al nuestro, es muy relevante.
Y regresamos a la estación. Durante todo el día habríamos estado caminando unas 7 horas en total y las primeras de la tarde fueron intensas, a lo que había que sumar la elevada humedad del ambiente. Si bien no había desniveles, los caminos no son fáciles de transitar, en nuestro caso por el lodo y el barro acumulado. Así que bajo mi punto de vista, para visitar Corcovado y disfrutarlo, hay que  tener cierta forma física. Nosotros no tenemos ninguna en especial, pero tampoco somos completamente sedentarios y practicamos deporte con cierta regularidad. Los senderos  estrechos, aunque eran llanos, estaban llenos de agua y barro. Y tampoco la juventud (nosotros rondamos los 60 años) es una garantía para aguantar o disfrutar, ya que Carlos nos comentó que había tenido algún grupo de jóvenes donde uno presentaba problemas o menor resistencia, lo que marcaría el ritmo de los demás ya que él estaba obligado a seguir el del más lento o débil. Tampoco se puede  ser remilgado, ni miedoso y creo que otra condición es la confianza en el guía. 

Por tanto, para disfrutar del parque es fundamental una cierta condición física, un buen guía y un grupo  reducido y homogéneo, sobre todo  en resistencia.  Yo, personalmente, y es mi consejo, no me sumaría a un grupo de desconocidos. No obstante hay quien afirma  haber visto muchos tapires y otros animales caminando la mitad o con mucho menos esfuerzo. Yo expongo aquí nuestra experiencia particular.

Y regresamos a la estación. Fuimos casi de los primeros en llegar lo que nos permitió darnos una buena ducha…de agua fría que, después de la sorpresa inicial, me sentó muy bien. Luego nos fuimos a hacer nuestra cola para entrar a cenar. Después disfrutamos de un merecido reposo en el porche de la estación asomándonos a la noche, escuchando los sonidos. Y esto es otra cosa muy sorprendente: nunca hay silencio. Nunca.

Y nos fuimos a dormir un poco antes de que a las 20,00 horas apagaran las luces y  ya encontramos  gente acostada. Nos organizamos y como diría mi padre, me fui a la “pulguera”. Los de las literas de al lado, una pareja de franceses, llegaron un poco después, silenciosos, con su linterna, se desnudaron y también a dormir. Y sinceramente, no soy pudorosa pero si lo hubiera sido, tampoco sentí que nadie se interesara especialmente por si me desnudaba o vestía ni yo lo hice por nadie. Compartir una superficie con 28 personas más,  anónimas,  donde cada uno hacía algo distinto, uno se quedaba en ropa interior otro  desnudo porque se vestía o desnudaba al ir  o venir de la ducha, o se acostaba,  o dormía, o leía, …lo asumí como tiene que ser, con la mayor naturalidad del mundo sin sentir que perdía intimidad.

Me quedé sobre el colchón  escuchando, escudriñando la oscuridad del exterior, y rompió a llover, así que los sonidos de la selva fueron sustituidos por el golpeteo monótono del agua, que caía con muchas ganas, pero luego apareció el otro temido: los ronquidos de alguien cercano, así que, prevenida, rescaté los tapones para los oídos y el sueño me atrapó.

Durante la noche me desperté dos veces para ir al baño. Me llevé la linterna para iluminar el camino pero al llegar a esta zona había luces detectoras de presencia así que sin mayores problemas.

Y no dejó de llover durante toda la noche y no precisamente pelo de gato. Carlos nos había emplazado a las 5,10 y nos levantamos para estar preparados a esa hora, pero la lluvia suspende la salida, aunque vemos irse a algún que otro grupo pero Carlos dice que con lo que ha llovido el bosque se hace peligroso ya que los arboles pueden caer con relativa facilidad y de hecho, ayer al llegar oímos la caída de uno y el ruido que hizo al desplomarse resultó estremecedor aunque desbordados con todo lo que nos rodeaba, no le prestamos mucha atención.

Desayunamos a las 6 y después, ya con luz y sin dejar de llover, salimos al bosque. Carlos eligió otra parte, bosque primario pero apenas vimos animales. Los senderos eran riachuelos y cuando no, barrizales y caminamos siempre con el barro por los tobillos, así que de nuevo, los escarpines, nuestra segunda piel. 


Pasamos pequeños arroyos y caminamos observando la densa vegetación que nos rodeaba y que Carlos conocía a la perfección. De todos, me fascinaba el ficus estrangulador cuya semilla caiga donde caiga en otro árbol, crece hacia arriba o hacia abajo, depende. Así sus raíces se alargan en una dirección u otra hasta alcanzar el suelo abrazando el árbol al que poco a poco va estrangulando hasta matarlo. Ya el día anterior pudimos contemplar algún ejemplar cuyo tronco estaba formado por otros más pequeños similares a lianas y  en una auténtica maraña que en realidad eran las raíces.

Y regresamos a la estación para recoger nuestras cosas. A las 12 partían los botes desde la playa a Bahía Drake, así que deshicimos la mochilas pequeñas para ponernos a la espalda las grandes, nos despedimos de este lugar tan tan especial, nos hicimos unas fotos con quien había sido nuestro particular “Angel de la guarda”  y casi nuestra sombra en este día y medio y ahora caminamos por  la selva  hacia la playa para ver si teníamos suerte y veíamos algo. Había dejado de llover y algún ave se dejó ver, pero poca cosa.












Cuando llegamos a la playa la marea estaba muy baja y la distancia hasta los botes era considerable y el nuestro parecía estar a mayor distancia aun. Nos acercamos a donde rompían las olas y nos llamaron. Al parecer el estado de la mar le impidió ponerse en mejor lugar y nosotros tuvimos cierta dificultad para llegar y subir.





Por fin en el bote la aventura no parecía haber terminado. La mar estaba realmente revuelta  y hasta que dejamos atrás la playa vimos como por lado del mar abierto algunas veces las olas se elevaban alcanzando casi la altura del techo del bote y una vez ya en mar abierto los continuos  saltos fueron considerables pero a todos los pasajeros nos divirtió aquello. Estaba claro que todos compartíamos algo de espíritu aventurero. ¿o es que la ignorancia es atrevida?.

De nuevo dejamos la silueta de la Isla del Caño, a donde iríamos mañana, a nuestra izquierda y tras una hora de movidita navegación,  avistamos Bahía Drake. Desembarco con el agua por las rodillas,  lo que se había convertido ya en algo habitual y rumbo a Drake Diving para cerrar la excursión de mañana.

Una vez allí nos confirmaron que mañana saldríamos, nos probamos aletas y nos citaron para las 7,30.

Caminamos por la “avenida” de Bahía Drake, bajamos la cuesta en dirección a nuestro alojamiento y decidimos comer en su restaurante, El Tortugo. Deliciosa comida aunque un poco más escasa que en el primer día.

Después “escalamos” hasta nuestro alojamiento. Nos habían trasladado a otra cabañita, un poco más pequeña, pero con mejores vistas. 

Y allí disfrutamos de lo que este maravilloso sitio ofrecía. No dejamos de ver pajarillos de vivos colores que iban y venían y yo escuché un par de veces gruñidos de cerdos, no muy lejanos. A lo lejos, el Pacífico. El lugar es una belleza y poco a poco nos fue rodeando la noche. 

Sobre todos los sonidos del atardecer destacaba el ensordecedor graznido de los guacamayos  o lapas que en grupos, siempre pares, se dirigían a un lugar donde pasar la noche. Pero….me dolía que todavía no hubiera podido disfrutar de la contemplación de ninguno cerca.

Aprovecho para hacer mi particular operación de “salvado de fotos del día”. Me produce mucha inquietud pensar que se puede estropear la tarjeta del teléfono y perder todas las fotos almacenadas. Cuando viajo en la autocaravana o con más equipaje, me llevo una Tablet o el netbook, pero aquí no, así que encontré una solución casera. Compre un pendrive con doble entrada, una para el Smartphone y otra para el PC. También tenía un adaptador de distintas tarjetas (sd, micro sd) con entrada al Smartphone, así que la operación consistía en sacar la tarjeta de la cámara de fotos, meterla en este adaptador que conectado el Smartphone me permitía descargar las fotografías en el teléfono. Después conectaba el pendrive y descargaba  todas fotos, las de la cámara y las hechas con el móvil en el pendrive. Sencillo, aunque requería su tiempo. Y a veces estaba tan cansada que me perdía en la operación y no sabía ya en qué parte del proceso estaba.

Tras cenar de nuevo en el porche del lodge –hay que pensar muy mucho bajar, y mucho más, subir- nos sentamos un poco más disfrutando de la noche y de todos sus sonidos, después de embadurnarnos de repelente de mosquitos, claro. Y la verdad es que era una maravilla.  

Era sorprendente lo que se había convertido casi en habitual: no existe eso del “silencio de la noche” y multitud de sonidos, todos relajantes, nos envolvían. Pero el cansancio nos vencía y nos fuimos pronto a  la cama. Los grandes ventanales nos permitieron seguir disfrutando de estos sonidos, impregnarnos de ellos, hasta que nos rendimos al sueño.

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