La Isla del Caño y el vuelo de regreso
La Isla del Caño (28 de noviembre)
Amanece un espléndido día, con un luminoso sol. Parece que vamos a
tener suerte, aunque aquí nunca se sabe y el tiempo cambia de un minuto a otro.
Tras este tiempo embarcamos de nuevo. Hacemos una parada donde los
buceadores se quedan y nosotros seguimos hasta un cercano roquedal. Somos un grupo
mayoritariamente femenino, como nuestra guía, tan solo con Angel y la pareja de
una italiana que comenzará con el snorkelling pero que luego se iniciará en el
buceo. Nos dan unas breves instrucciones y tras colocarnos las gafas y atarnos
el chaleco salvavidas en la muñeca para que haga de “bolla”, soy la primera que
se lanza al océano. Y enseguida sumerjo
mi cara para mirar.
Y ohh….!!! Descubro un desconocido y apasionante mundo. De colores más
apagados por el azul del agua, pero lleno de movimiento. Peces por todos los
lados se agitan nerviosamente de aquí
para allá. Todos de vivos colores y de distintos tamaños, algunos solitarios,
otros en grupos que se mueven rítmicamente. Me siento fascinada por todo lo que
se mueve a mi alrededor.
Y de pronto soy consciente de que formo parte de un grupo y saco la
cabeza. Veo como los demás me llaman. Me había separado de ellos sin darme cuenta y me acerco. Debemos
permanecer unidos. A parte de los italianos, las otras son belgas y forman
parte de un grupo de 6 u 8 amigos que todos los años se unen para hacer un gran
viaje. Una de ellas habla muy buen español y nos dice que posee una casa en
Ibiza. En grupo nos desplazábamos cuando vimos un ave del tamaño un poco mayor de una gaviota que se cierne sobre nosotras y trata de descender. Lo que nos parece gracioso debido a nuestra ignorancia, se convierte de alerta ante los avisos de nuestra guía, Carolina. Se trata de un pájaro bobo (familia de alcatraces) y nos dice que no la dejemos acercarse. Podría abrirnos la espalda sin mayores problemas, así que entre todos contribuimos a espantarla hasta que desistió.
Y comenzamos nuestro especial protagonismo de un documental “de la 2”.
Yo me siento asombrada por todo lo que puedo ver y nado aquí y allá. Las aletas
pesan, pero permiten que me desplacen con mayor rapidez. Entre muchos peces
podemos distinguir un par de tortugas y un tiburón en el fondo durmiendo.
Angel, con su hombro dolorido de la caída en Manuel Antonio, se siente más
inseguro y no disfruta tanto como yo.
Desde casa nos hemos traído una vieja cámara de fotos a la que he
metido en una bolsa de plástico hermética comprada en amazon y pruebo a hacer
grabaciones de video con ella. Aunque no consigo ver lo que grabo, la dirijo
aquí y allá tomando videos cortos. Luego en casa y
frente a la pantalla del ordenador pude comprobar que no estaba nada mal y que por lo menos tenía
un bonito recuerdo filmado.
Me perdí en esa masa azul mágica, llena de vida y movimiento, y fui
incapaz de saber cuánto tiempo estuvimos hasta que nos recogió la lancha para
llevarnos a tierra.
Una vez allí nos dieron un poco de agua y buscamos la sombra de un
árbol, -que no fuera cocotero- y descansamos mientras que la lancha marchó con
la pareja italiana para que ella hiciera su primera inmersión.
Y allí estuvimos despanzurrados, sobre la arena blanca, entretenidos
viendo el trajinar de los cangrejos ermitaños de todos los tamaños, en un ir y
venir sin rumbo, agrupados en torno a no sabemos qué, caminando nerviosamente. Vistos desde lejos parecía que la arena
cobraba una extraña vida.
Carolina, nuestra joven guía se acerca a nosotros para preguntarle a
Angel si quiere hacer la segunda
inmersión ya que no le ha visto cómodo en la primera. Angel, responde sin
dudarlo que “tiene” que hacerla. Como yo, es consciente de que las
probabilidades de que volvamos aquí son casi nulas y de que si no hacemos
ciertas cosas ahora, luego ya no habrá tiempo.
Y nos llamaron de nuevo para embarcar y realizar la segunda inmersión.
Y Angel sufrió una terrible experiencia: al subir aprovechando el movimiento de
las olas: al retirarse una, arrastró la tierra bajo sus pies, por lo que perdió
el equilibrio y esta misma ola casi lo absorbe para meterlo debajo del barco.
Lo sacaron rápidamente y tan solo llegó a mojarse la mochila al caer de
espaldas, pero sin llegar a sumergirse. Luego le comentaron que a la propia
tripulación, con toda la experiencia que tienen, también les ha pasado alguna
vez y era muy peligroso.
Y nos dirigimos para hacer nuestra segunda inmersión, dejando a los
buceadores en primer lugar. Esta vez el grupo era ya más reducido ya que los
dos italianos habían pasado al submarinismo. Carolina toma el chaleco de Angel
y nada arrastrándole. Angel se relaja y se deja llevar. Yo, que me encuentro
mucho más segura, me desprendo de mi chaleco y me sumerjo a varios metros de
profundidad para observar una estrella de mar más cerca. Carolina me pide la cámara y se sumerge para
hacerla fotos y tomar videos. En una de mis inmersiones veo algo que parece
reptar en el fondo, de color grisáceo y morado. Instintivamente salgo asustada a la superficie. Carolina me
dice que se trataba de una morena y…que no hacen nada. Aquí nada hace
nada….hasta que lo hagan.
Al rato Carolina llama para regresar al barco, pero nos da también la
oportunidad de prolongar nuestra
inmersión, lo que hacemos otra belga y yo quedándonos juntas y seguimos disfrutando de la vida que se oculta bajo las
aguas. La claridad o turbidez cambia de un momento a otro. De hecho, al
principio de la primera inmersión se veía con mucha mayor nitidez que ahora. Parece ser que depende de las corrientes
marinas.
Y nos llaman para irnos, ya que el grupo de buceadores está ya
esperándonos y nos llevan a otra isla donde desembarcamos y nos reunimos
alrededor de una mesa donde preparan sobre la marcha una ensalada al que suman el
pollo cocinado que sacan de un Tupper. Parece que es la comida y me sorprende
el grupo de los belgas que se lanzan
como si no hubieran comido en varios días lo que contrasta con el alojamiento
“exclusivo” del que les hemos recogido, a las afueras de Bahía Drake en un
bonito lugar, pero posiblemente no les den bien de comer o se hayan gastado
todo en el alojamiento.
Y cuando estamos disfrutando de nuestra comida vemos aparecer una
pareja de guacamayos y automáticamente
cojo la cámara de fotos y los persigo abandonando mi comida. ¡Y qué maravilla! Ya tenía ganas. Es una pareja de lapas rojas y
una alemana me dice que siempre van en parejas y los colores rojos, azules y
amarillos contrastan vivamente con el verde de las hojas de la palmera. Se
mueven por el árbol como si se sujetaran con manos con una agilidad
sorprendente y lo hacen solo con su pico. Trepan, bajan y se mueven valiéndose
solo de él. Comen semillas o frutos y disfruto de ellos.
Pero cuando regreso a la mesa ha desaparecido todo, excepto lo que
conseguí conservar en un plato y me guardó Angel. Incluso el grupo de belgas
han asaltado una mesa cercana donde
repartían piña. Eran de otra agencia, pero a los belgas les dio igual. Me
dieron la piña a mi, pero aparecieron rápidamente ellos y lo dejaron todo más
que limpio.
Tras hacer alguna que otra fotografía más, volvimos nuevamente a
embarcar. Ya había perdido la cuenta del número de veces que habíamos realizado
esta operación que se había convertido en algo tan habitual como subir y bajar
de un autobús, aunque tenía su dificultad.
En media hora más y tras dejar al grupo belga (bien comido) nos
desembarcaron en la playa y regresamos al lodge. Ya sólo nos quedaba descansar
y preparar todo el equipaje para mañana.
En la recepción habíamos pedido información sobre cómo llegar al aeródromo de Drake y nos dijeron que un taxi de la propia compañía Sansa nos recogería a las 12 para llevarnos. Podíamos pedir cualquier otro, ya que el importe era el mismo, pero mejor que fuera de la propia compañía.
Volvimos a “escalar” hasta nuestra cabaña y de nuevo a disfrutar de nuestra sencilla cena porque cualquiera bajaba y subía otra vez. La verdad que entre el esfuerzo que suponía, el cansancio que ya acumulábamos (pese a dormir hasta 9 y 10 horas seguidas) y el maravilloso escenario que nos rodeaba, daba mucho más que pereza y éramos más invitados a quedarnos en nuestro porche disfrutando del atardecer y anochecer que a perdernos por la polvorienta pista en busca de un restaurante. Así que echamos mano de nuestras reservas guardadas en el frigorífico. Un poco de fiambre y queso, por cierto, muy caro porque poco más tienen, aquí o en cualquier otra tienda el país. Los precocinados no existían, el embutido, tampoco y ya habíamos acabado con el nuestro, así que principalmente tomábamos un “emparedado” como ellos decían, de fiambre con queso y un trozo de tomate, un plátano delicioso regado con buena agua del país y a dormir.
El regreso (29 de noviembre)
Y …toda la noche lloviendo. Y muy intensamente. Tanto que me preocupó
si podría despegar la avioneta o no. Así que con mucha tranquilidad nos
desperezamos, nos levantamos y bajamos a tomar nuestro desayuno. Pedí su
ordenador e impresora para poder sacar la tarjeta de embarque y así tener un
problema menos. No me fiaba de saber hacerlo por el teléfono y no quería
errores.
No dejaba de llover así que tuve que desechar mi idea de dar un paseo
por la playa. Preguntamos qué pasaba con nuestra avioneta y nos dijeron que con
este tiempo volaban, que el problema era llegar porque había que pasar varios
ríos. Así que les dije que si era necesario adelantar el viaje, lo hacíamos que
nos daba igual esperar en el restaurante del hotel que en el aeródromo ya que
la lluvia nos impedía hacer otra cosa. Llamaron al taxi y nos adelantaron media
hora la recogida, así que subimos a preparar el equipaje y alrededor de las 10
estábamos ya dejando nuestra cabaña y con la ayuda de una persona de recepción,
bajando la maleta, que aunque mediana, pesaba lo suyo y manejarnos por las
escaleras tenía su truco.
Una vez allí me entretuve en fotografiar las distintas aves que bajaban
a comer de la fruta que les habían puesto en un comedero. Era increíble la
cantidad y variedad de colores que presentaban, todos vivos: un rojo o azul
destacando entre un negro, amarillos, naranjas…Parecían comer por riguroso
turno…de tamaño. El pequeño se retiraba cuando llegaba uno de mayor tamaño y
esperaba su turno.
Y después teníamos que matar el tiempo. Mantuvimos una amigable charla
con la gente del hotel, y salió el tema de la cocina española.
La dueña habló
de lo deliciosa que era la tortilla de patata y escuchó la receta, pero creo
que estaba ya más interesada en otra cosa que consiguió: que se la hiciéramos,
así que entramos por primera vez en nuestra vida en la cocina de un hotel y con
un delantal nos pusimos al frente de sus fogones. Ella nos hizo de “pinche” y nos
fueron suministrando todo lo que pedíamos y les dejamos preparada una deliciosa
tortilla de patata, que probamos, curiosamente, porque lo pedimos nosotros y no
porque ella nos ofreciera; bueno, miento, dijeron con la “boca pequeña” eso de
quizás se deberían llevar vds. algo, a lo
que respondimos que no, que la disfrutaran ellos.

Puntualmente apareció nuestro taxi. Solo íbamos los dos. Sin dejar de
llover, aunque había disminuido su intensidad, comenzamos un accidentado
recorrido. Llegamos al primer río de unos 3 o 4 metros de ancho. A nuestra
pregunta respondió que ese río era un “piropo” del gordo. Lo pasamos sin
mayores problemas con el agua cubriendo casi las ruedas. Y llegamos al segundo,
más o menos del mismo tamaño, hasta que de pronto nos encontramos con uno como
la Gran Vía madrileña. Entonces le pregunté: “¿y ahora?” a lo que nuestro joven
conductor respondió: “pues…¿tienen Vds. ropa de baño?. Yo cojo la maleta grande
y Vds. las pequeñas”. Nos comentó que el nivel de las aguas estaba descendiendo
pero que no nos daría tiempo.
Y…curiosamente no nos sorprendió. Asumimos con la mayor naturalidad que tendríamos que para pasar el río mojándonos nuestras posaderas, ya que nos dijo que cubriría por la cintura, así que sin prisa, pero sin pausa nos pusimos el bañador y Angel se calzó los escarpines ya que yo no me había separado aún de ellos.
Pero cuando ya estábamos preparados apareció una excavadora y nuestro conductor nos dijo que íbamos a pasar subidos en ella. Así que, conductor de excavadora, conductor de taxi y nosotros dos, junto con el equipaje, pasamos subidos en ella. Tuve la sangre fría de recoger el momento con el teléfono móvil. El agua cubrió casi las grandes ruedas de la excavadora. Nos dijeron que la profundidad del río variaba de un día a otro, lo mismo que el fondo así que se guio un poco por donde habían pasado antes otros vehículos grandes y supongo que de su intuición. Y con un poco de suerte y casi sin darnos cuenta nos encontramos en la otra orilla donde otro 4x4 nos esperaba para dejarnos unos pocos minutos después en el aeródromo. El único problema fue tener que mantener el equilibrio y no con mi trasero las palancas de la pala.
Pero la aventura de Corcovado
parecía no haberse acabado. ¡Y la creo que no!. Allí una pequeña carpa
albergaba el control de pasaportes y equipaje con unas sillas donde otros
viajeros esperaban la avioneta de las 13 ya que una pareja francesa cuyo vuelo
tenía que haber partido a las 9,30 no lo pudo hacer al no haber podido
aterrizar su avioneta. Luego se sumaron unos escoceses y alguien más a última
hora hasta completar 8 ó 9 pasajeros.
Ahora me tenía que cambiar y adecentarme. El francés que era hijo de
españoles y hablaba perfectamente el español, nos indicó donde estaba el baño…o
lo que decía serlo, porque nos dijo que aunque pensáramos que era imposible, sí
era posible, así que su pareja, una francesa impoluta, peinada casi de
peluquería y vestida con un impecable pantalón blanco, (aun no comprendo cómo
se pudo mantener así) me acompañó. Y…pisé una plancha metálica, posiblemente de
alguna arqueta y como estaba mojada di con todos mis huesos en el suelo. Fue
muy aparatosa y la francesita se asustó. Me levanté con la rodilla sangrando y
un dolor considerable en las lumbares, pero nada más. ¡Anda, que después de
todo lo pasado y vivido, voy a pegarme un leñazo en un sitio tan absurdo!. Suele
ocurrir.
Dolorida como estaba, decidí quedarme allí mismo y como no había nadie,
cambiarme, lo que hice sin problemas.
Un poco antes de la hora de partida, aterrizó una avioneta.
Descendieron los viajeros y la tripulación, compuesta por piloto y copiloto. Pesaron nuestro equipaje y
para dentro. Era la primera vez que subía en un aparato similar y me sorprendió
su tamaño. Era un tubo grande donde no se podía estar de pie. Elegimos el lado
derecho del avión siguiendo el consejo de nuestro amigo de la recepción del
hotel. Una vez acopados todos en tan pequeño espacio, la avioneta tomo cabecera
de pista y afrontó el despegue.
Poco a poco comenzó a empequeñecerse todo lo que dejábamos abajo y a aparecer la espectacular vista del río Sierpes ondulante, reptando entre la selva y abriéndose paso por ella. Lástima que las nubes y el agua que manchaba el cristal de la avioneta nos impidiera disfrutar con mayor nitidez de todo este espectáculo.
Seguimos tomando altura y la costa se dibujó. Color chocolate lo más cercano a la selva, debido al material de arrastre del río y arroyos para luego transformarse en el azul del mar. Y seguimos tomando altura hasta ponernos encima de las nubes y perder la tierra de vista.
Luego ya las nubes nos impidieron seguir contemplando este paisaje.
Pero en poco más de una hora con el descenso comenzó a dibujarse de nuevo el verde de la vegetación
que había pasado a sustituir el agua, protagonista de la Península de Osa, y
las casitas dispersas aquí y allá comenzaron también a concentrarse hasta que
nos dispusimos a tomar tierra en el aeropuerto de San Jose.
Ahora sí que la aventura de Corcovado había concluido.
Su relato ha ocupado dos páginas del blog, pero quizás las más intensas y hermosas.
Su relato ha ocupado dos páginas del blog, pero quizás las más intensas y hermosas.
Tambien se puede prescindir de pernoctar en la estación. Eso daría unas
5 horas para pasear por sus senderos. Pero hay dos factores a tener en cuenta:
uno el climatológico. Si llueve se verán menos animales y no habrá ya otra
oportunidad y el otro, el número de
visitantes, ya que es a partir de las 12, cuando regresan los de la excursión
de un día, cuando el número se reduce considerablemente quedándose únicamente
los que van a pernoctar.
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